I - II - III - IV
III – Tres – III
Remendaba mi herida como si estuviera escribiendo su nombre mientras hablaba de la economía mundial. No por nada el Sebastián era uno de los más destacados internos de cirugía del Hospital Eduardo Pereira, claro que en vez de estar escribiendo su nombre en algún papel, estaba cociendo dos pedazos sueltos de mi mano derecha y en vez de hablar de la economía mundial me estaba retando y casi gritando me decía:
Pero como diablos te robas una foto carnet de una mina que ni cachai’ rompiendo el cuadro del negocio de fotos de no sé donde chucha.
Era increíble que el Seba, aquél que lloró como niña cuando su polola lo pateó por “no tener futuro” respondiera como si nada cada vez que alguien entraba a la sala de procedimientos ambulatorios y le llamaba simple y llanamente “Doctor”.
A pesar de que me estaba regañando por no entender la estupidez que ni siquiera yo entendía haber hecho, no podía dejar de mirarlo con orgullo, acá estaba el niño que me decía que sin la Lucila, no sería nada, ni nadie, arreglando mi mano como si estuviese armando un cubo Rubick.
Pero bueno, no pude escaparme de su exigencia de una explicación.
Ese día que fui a buscar la licencia, pasé por el quisco, pero estaba cerrado. No pude ver a Daniela, a esa Daniela inanimada en la foto de fondo azul.
Sé que suena bien raro, pero me había hecho un montón de ilusiones de verla a ella, ver su foto en ese día. Volví a casa derrotado.
San Google no me dijo nada sobre ella. Al menos sé que no tiene un blog o llama la atención en la U o instituto, si es que estudia. No hay nada en la red que me diga quien es ella.
Si que no pude evitarlo.
Al día siguiente volví a la oficina de tránsito, sin razón que verla. No recuerdo que excusa le di a mi vieja pero logré sacar el auto y llegar al edificio.
Y me senté frente a Daniela, frente a la foto de Daniela por horas. La mire y la volví a mirar. A veces miraba las otras fotos, fantaseando que el tipo con bigotes tal vez sería su padre y que el hermano era el flacucho que estaba más abajo. Luego volvía a su rostro, a su foto.
Y me preocupé al intuir que mañana iba a volver a sentarme y ver su foto. Luego irme al cerrar la tienda, esperar la mitad de un día y luego volver temprano a verla de nuevo. ¿Y qué tal se un día ella no estaba? ¿Si la foto ya no estuviera en el cuadro? ¿Qué tal si un día el quisco cambia de dueño? ¿O si se perdiese el cuadro? ¿O simplemente, justo cuando yo no estaba, ella llegase y reclamase su foto?
Si eso, alguna de esas cosas llegaran a pasar, no sabría que hacer. Me inundó un sentimiento de desesperación, de no saber que hacer cuando uno debe saber que hacer. No podía dejar al azar esa fotografía, simplemente no podía.
De repente sonó una voz a lo lejos que llamaba: “Número 72”. Era el último cliente ya que era la hora de cerrar. Sin saber qué ni cuando ni dónde, me dije: Ahora es tiempo, ahora es la oportunidad. Mi mente andaba como siempre, pero era como si me desdoblara. Mientras me veía levantarme del asiento mi otro yo me gritaba: “Que mierda estás haciendo”, mientras lo mandaba a callar con rabia.
Ni si quiera me dolió mientras mi puño se hundía en el vidrio. Sólo estaba conciente en alargar mis dedos y tomar la foto, para no perderla, para no perderla de vista nunca.
Corrí.
Algunos se asomaron, otros siguieron trabajando. El encargado del quiosco sólo quedó con una gran expresión de no entender nada.
Bajé las escaleras y me sentía el hombre más rápido del mundo, uno invencible, uno que no puede ser destruido y llevaba la fuente de mi poder entre los dedos, Daniela se escondía entre mis dedos.
Nadie me siguió al dar vuelta en la esquina. Dejé de correr. Con naturalidad me subí al auto para estar tranquilo mientras admiraba la foto que acababa de robar. Ahí me dí cuenta, ahí empecé a sentir el dolor. Mi mano derecha sangraba y ensuciaba el papel fotográfico que encerraba el rostro de Daniela, ahora, mi Daniela en una foto.
Y no se me ocurrió mejor cosa que ir donde el Seba, al hospital.
El Seba, hombre muy lógico y razonable, no entendía que diantres había pasado. Yo menos, pero ahora tenía la foto de Daniela, yo ahora cuidaba el destino de su foto.
Luego del sermón donde utilizó palabras como irresponsabilidad, locura, depresión, psicosis y otras cosas más a las cuales no les puse mucha atención decidió ver la foto. Y para cortar un poco la tensión y pensar claro exclamó:
Ni si quiera es TAN rica.
Yo sonreí mientras volvía a tomar la foto, como limpiándola.
Seba suspiró como avisando que lo que venía me lo decía en serio, muy en serio sin dejar de curarme la mano.
Viejo, hemos sido amigos mucho tiempo. Me he reído mucho con tus locuras y con tus cosas raras, porque eran para la risa. Siempre he admirado como no te importa nada, sólo haces lo que sientes que debes hacer y eso es muy loable, pero esto no es nada para la risa. Esto es raro, bordeando la locura, patológicamente hablando.
Olvídate de esta wea de foto. Vuelve a trabajar, vuelve a hacer lo que hacías antes. Deja de encerrarte en tu casa que te está haciendo mal.
Dejé el hospital con una mano prolijamente vendada, un par de analgésicos de contrabando y la foto de Daniela bien escondida.
En algún nivel entendía que el Seba tenía razón, que esto era una locura, que andar tras una foto ES una locura.
Si que para disminuir el nivel de locura, debo encontrar a Daniela Tricot.
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