Mientras me escondo en su seno y ella me acaricia mi nuca con sus dedos helados, no dejo de preguntarme si estoy poniendo la misma cara de mi perro cada vez que le rasco detrás de la oreja. ¿Acaso estoy haciendo el mismo ronroneo que hace mi perro (aún no siendo gato) cada vez que le acaricio el pecho? No me he dado cuenta en realidad.
¿Qué terminales nerviosas habrá en mi nuca que me hace recordar a la cara de mi perro cuando disfruta la paz de una caricia tan delicada y furtiva?
Es que en estos momentos ella es sólo un cuello, y un pecho, y una mano que acaricia mi pelo, y le corresponde mi mano a su cintura.
En estos momentos que me acaricia, ella no tiene rostro, ni piernas. Ella no tiene casa, ni pasado ni porvenir, no tiene vida.
Ella, mientras me acaricia, es sólo una caricia. En mi ronronear canino ella es sólo una caricia.
Ella no existe en realidad. Soy sólo yo dentro de la calidez de ese gesto; soy sólo yo entre sus fríos dedos, sus heladas manos por la madrugada, por el sereno, por su hipotensión.
Sólo me zambullo en ese sentimiento que no la contempla a ella, por qué he extrañado esta sensación, este dolor de estómago que no es como el nudo de rutina que vive más adentro que mi ombligo, si no que es ese dolor de soltura, de relajación, de paz…
Y me preguntó ¿quién es que me entrega esa paz?
Es sólo ella siendo ella, o es una mano cualquiera, y un seno cualquiera, y unos dedos cualquiera, en cualquier calle, con cualquier frío y en cualquier lugar.
¿Tanto ha pasado desde mi última caricia?
¿Para mi es sólo su mano o toda su libertad?
mmm…