Dicen que la pelea no termina hasta que la campana avisa de la llegada del fin del último round. Que antes de eso no debes bajar la guardia y debes alejarte de las cuerdas. Que si estás herido debes cuidarte ese corte y que debes moverte, siempre moverte para cansar al adversario. Y así salir vivo de la pelea, porque nunca es un tema de ganar, es un tema de sobrevivir.
A su manera, mi padre siempre peleó hasta el último segundo. Siempre silencioso, nunca gritó sus dolores ni se quejó de sus heridas, con su ejemplo me enseñó que la procesión siempre va por dentro. Porque así enseñaba las cosas mi viejo, siendo el que era, porque esa era su forma de enseñar: no enseñando. Así aprendió él y así tuve que aprender sus lecciones desde que me dediqué a observarlo, hasta que entendí que él no me diría nada a menos que yo le pusiera atención, la atención que no lo invadiera y que lo dejara ser quien en verdad siempre fue.
Desde lejos y en silencio comprendí muchas cosas de mi viejo como su amor por su trabajo. Su lenguaje era a martillazos y aserrín, piedra y arena, de centímetros y lápiz grafito. Le encantaba eso, trabajar. Y era bueno en lo que hacía y cada empresa que emprendía, se entendía muy bien con todas esas cosas inertes a las cuales sabía sacarles vida de donde no tenía. Era muy fácil, o al menos eso hacía ver, hacer bailar a ese enjambre de clavos, madera y cola carpintera.
Pero llegó el momento en que la simple observación no bastaba y tuve que que comenzar a hacer preguntas. Ya había aprendido todo lo que necesitaba saber: cómo comportarme en la mesa, nunca atrasarme en mis deudas, siempre ser derecho y mentir solo cuando era necesario. Pero me di cuenta que poco sabía del maestro que me enseñaba y me enseñaba sin decir nada.
Incluso abrí un blog para estampar quien era mi viejo, para no olvidarme, para no perderlo de vista cuando lo necesitase. Hay tantas historias. Incluso algunas terminan donde comienza la siguiente. Era muy divertido ver que ese hombre callado y bueno para la pega fue, en su tiempo, un colérico, un peleador, un caballero de armadura brillante, un defensor de la justicia, un sancho panza y hasta el muchacho más celebrado en la población femenina.
Y es ahí cuando aprendí que todas las historias tienen un final y que, a veces quedan historias sin contar…
Mi viejo, Daniel Ariste Ayala de la Jara terminó su pelea y perdió por knockout técnico sin dejar ni un segundo de luchar contra su némesis: el Cáncer. Al sonar la campana del último round era el 10 de junio del 2009, era una tarde fría y se fue con la bulla del público aplaudiendo por la excelente pelea que dio en esta vida. Perdonó a Dios y fue hacia él.
Yo caminaba de vuelta al departamento cuando recibí el llamado. No me alcancé a despedir.
Y ahí fue cuando mi viejo me dio su última lección sin pronunciar palabra: siempre que quisiera encontrarlo, debo mirar lo mejor de mí para encontrarlo a él.